sábado, 5 de marzo de 2016

7. El hombre que oía hablar a las piedras y hacía yoga desnudo en la playa (por Iñaki Estívaliz)


Una de las cosas más impresionantes de Islandia es el constante protagonismo de las piedras, de las rocas, en su paisaje. La geología mística de la isla nórdica embruja.
Todo el territorio islandés está salpicado de piedras que parece que se dirigen a alguna parte o que permanecen eternas reflexionando sobre asuntos trascendentales.
Hay piedras de todas las dimensiones, algunas solitarias y otras que son como ejércitos subiendo o bajando montañas. Hay agrupaciones de rocas, algunas veces en equilibrio inestable, que pudiera pensarse que hace mil años las puso así un gigante. 
Hay piedras cubiertas de musgo verde aceituna o gris azulado. Hay piedras vestidas de hongos circulares y amarillo chillón, naranja mandarina, verde limón, que vistas de cerca recuerdan el cielo una noche de fiestas patronales con fuegos artificiales. 
Donde los glaciares retroceden, quedan mantos de rocas descuartizadas, quebradas por la presión del hielo y la temperatura durante siglos, convertidas en pétalos de rosas de piedra.
Las montañas en Islandia están adornadas de rocas como alfileres, como espadas de piedra, como columnas o torres de basalto y granito, y más que accidentes geográficos son catedrales góticas de la naturaleza.
Las playas de Islandia son de arena negra volcánica y sobrecogedoras formaciones rocosas emergen en las costas jaspeando el mar de milenarios templos de piedra.
En la islandesa isla de Heimaey, el volcán Eldfell ha modelado la figura de un colosal elefante de piedra.
Existe un tipo de piedra calcita romboédrica, fácilmente exfoliable y con doble refracción óptica que se llama espato de Islandia. Durante un tiempo se creyó que el espato era la piedra solar que los vikingos utilizaron para navegar por el Atlántico sin brújula y bajo el permanente cielo nublado durante el siglo VIII. Estudios recientes pretenden descartar esta teoría, pero confirman que en la Edad Media el espato de Islandia se utilizaba en los monasterios para averiguar la hora del día, pues permitía observar dónde se encontraba el sol incluso bajo una tormenta de nieve. 
Bajo Islandia está una de las mayores calderas magmáticas del planeta que periódicamente, hablando en términos geológicos, expulsa su lava a través de 200 volcanes postglaciales,30 de ellos recientemente, es decir, en los últimos 1100 años. Se podría afirmar entonces que Islandia es una gran fábrica de piedras, de piedras con personalidad propia.
En Hali, un enclave cercado por glaciales y ríos, remoto, aislado y prácticamente inaccesible hasta que en 1974 se construyó la carretera que circunvala todo el país, hay unos picos de roca que parecen "las orejas de un perro que ha perdido un pedazo de la oreja izquierda en un incidente lujurioso", según escribió el autor Thórbergur Thórdarson, quien mejor que nadie conocía el carácter y la mística de las piedras de Islandia y que de otra cumbre rocosa malhumorada decía: "siempre me recordaba a mi padre cuando se lavaba la cara y se acicalaba la barba para ir a pagar impuestos".
Thórdarson nació en la granja Hali, en el condado de Skaftafell Este del sureste islandés, y con 18 años emprendió la peligrosa y larga aventura, entonces, de llegar a la capital, Reikiavik, a escasos 400 kilómetros sin carreteras, plagados de ríos, montañas y lenguas de glaciales. 
En 1915, el gobierno islandés lo becó para que trabajara en un diccionario y daba clases en dos prestigiosos colegios, pero le negaron concederle el título universitario que se había ganado con honores porque no había recibido una educación formal de escuela secundaria. En 1924, su vida cambió radicalmente cuando publicó su novela “Carta a Lara”, en la que critica el capitalismo y las religiones institucionalizadas. El libro provocó tal escándalo que perdió sus empleos de profesor, pero lanzó su carrera como escritor, editor y periodista cultural. Viajó frecuentemente por Escandinavia, Europa, China y Rusia buscando argumentos anticapitalistas y ampliando su conocimiento sobre el esperanto, idioma universal que dominaba y en el que escribió varias de sus obras. Además de un férreo compromiso con el socialismo de principios del siglo XX y el esperanto, estaba muy interesado en el espiritualismo y el yoga. Le gustaba escandalizar a sus vecinos de Reikiavik haciendo yoga desnudo en la playa. Sin renunciar a ser un excéntrico confeso, nueve meses antes de morir en 1974 la Universidad de Islandia le otorgó un doctorado honorario.
En “Las piedras hablan”, relatos que Thórdarson escribiría a mediados de la década de 1950, el autor hace un repaso agridulce de su niñez en Hali. Describe la vida de los habitantes de la granja, el trabajo, las costumbres, pero también la naturaleza sin hacer mucha diferencia entre los seres humanos, los entes mitológicos de las leyendas tradicionales, los animales o la vegetación y las piedras. 
El traductor al inglés de “Las piedras hablan”, el profesor de la Universidad de Islandia Julian Meldon D´Arcy explica en la introducción de la edición publicada en 2012 que un “animismo innato” motiva la renuencia de Thórdarson a distinguir entre lo animado y los objetos inanimados. 
Para Thórdarson, según Meldon D´Arcy, “las piedras en la explanada pavimentada y los cantos rodados en los riscos están vivos” y son “entidades sensibles que pueden ver y oír todo lo que les rodea”. 
El traductor de “Las piedras hablan” asegura que el "verdadero regalo mágico" que Thórdarson puede dar a sus lectores es que hace ver que "si estás abierto y receptivo al mundo de todo lo que te rodea, en ciertos momentos intuitivos, en un correcto estado de ánimo perceptivo, sólo con que escuches cuidadosamente lo suficiente, tú,también, puedes oír hablar a las piedras".

sábado, 27 de febrero de 2016





6. El comandante Chocolate en la isla que se eleva porque los glaciares se derriten
Por Iñaki Estívaliz
Fotos: Michael Kienitz
Una agresiva tormenta azota Hali, en la falda del glaciar Vatnajökull en el remoto y hasta hace poco aislado sureste islandés, y un espeso manto de nieve cubre por completo el museo restaurante Þórbergur.
El veterano fotoperiodista de guerra estadounidense Michael Kienitz se sacude la nieve al entrar, saluda a todo el mundo, gasta bromas sobre el mal tiempo y se pide una taza de chocolate caliente.
Un parroquiano le dice al gringo que hace unos años el clima en Hali era mucho peor, que había tormentas todo el invierno y hacía siempre mucho más frío. “En ningún otro lugar del mundo el cambio climático es tan obvio como aquí”, añade el islandés.
El comandante Chocolate, que tiene cara de niño travieso y un algo de Indiana Jones, se ganó rango y apodo en conflictos de medio mundo. Con el sonido de los disparos y las bombas retumbando en su cabeza en Afganistán, El Líbano, Paquistán, Honduras, El Salvador o Guatemala, Kienitz se relajaba bebiendo una buena taza de chocolate caliente. También ha sido testigo de lo peor y lo mejor del ser humano en países como Belize, Nicaragua, Irlanda o Taiwan, entre otros. Ha ganado una interminable lista de premios internacionales de periodismo y publicado sus fotografías en medio centenar de prestigiosos periódicos como el New York Times y el Washington Post o revistas como Newsweek y Life.
Nunca pierde la sonrisa y, como a todo periodista, le gusta contar sus batallitas. Se parte de la risa recordando aquella vez en El Líbano cuando unos señores de la guerra le propusieron que fotografiara la mayor plantación de marihuana jamás concebida por el hombre. Las fotos del mar de cannabis para la producción de hachís fueron portada de la prestigiosa revista marihuanera High Times. Un productor de documentales contactó al comandante Chocolate para que lo llevara a la plantación. El documentalista y Kienitz se encontraron en Amsterdan para preparar el viaje a la plantación libanesa. Pero al comandante Chocolate le dio mala espina que el productor se pasara el día esnifando cocaína, así que se desvinculó del proyecto. El equipo de filmación, sin Kienitz, acabaría siendo secuestrado por los señores de la guerra y nunca se realizó el documental. 
Comenzó trabajando para Andy Warhol en Nueva York, donde fue el fotógrafo oficial del legendario hotel Waldorf Astoria, pero lo dejó porque, recuerda, era un trabajo sin sustancia.
Se interesó por los conflictos cuando estaba en la universidad en su ciudad, Madison, en Wisconsin (EEUU), estudiando filosofía política mientras se convocaban multitudinarias protestas contra la guerra de Vietnam. Pero los medios de comunicación no contaban lo que realmente estaba pasando, así que decidió dedicar su vida a mostrar con fotos la realidad de las guerras.
Se le reconoce que es capaz de captar en una sola imagen las profundas complejidades de los conflictos y defiende que para lograrlo hay que vivir con la gente, tener una relación cercana, íntima, con las personas a las que se fotografía.
Cuando fue a Nicaragua por primera vez, una lluvia de bombas caía sobre Managua y aprendió que en el peor de los escenarios la gente intenta siempre vivir una existencia "más o menos" normal. Esa "dinámica increíble" de la gente tratando de vivir con normalidad en medio del caos acabó siendo el tema central de su trabajo, fundamentalmente enfocado en los niños y las personas mayores, porque “sencillamente son los que más sufren” y lo que dicen o transmiten “es transparente”.
En su libro “Small arms. Children of conflict”, trató de reflejar “la energía y las esperanzas de los niños a pesar de los problemas y el horror alrededor, cómo los niños sobreviven a la violencia” en escenarios de guerra.
Llegó un momento en el que el comandante Chocolate se dio cuenta al cubrir conflictos bélicos de que “nada cambiaba, todo estaba peor”, por lo que dejó las guerras y se dedicó a documentar proyectos de organizaciones no gubernamentales en países en desarrollo que conceden microcréditos a mujeres o incentivan para cambiar las plantaciones de coca por cultivos de café en Perú, pone como ejemplos.
A sus 65 años, ahora se dedica a dar clases de fotografía con drones en la Universidad de Wisconsin y a dejar constancia del cambio climático en Islandia tomando vídeos y fotos de los glaciares con su dron.
En 2012, acompañó a su mujer, cirujana, a un congreso en Reikiavik y quedó maravillado con “la dinámica de los icebergs en la costa” y la belleza del país, que ha experimentado en los últimos años un crecimiento exponencial del turismo y se ha convertido en la meca de los amantes de la fotografía. Desde aquella primera visita, el comandante Chocolate regresa periódicamente, becado por cuatro instituciones no lucrativas, para documentar el cambio climático.
Una angosta carretera, a menudo de gravilla y con un solo carril en cada sentido, circunvala toda la isla. Desde esa única carretera, en un rato se pueden ver glaciales cercanos, ballenas en el mar, focas en las playas, caballos islandeses a ambos lados, cisnes en lagos helados, zorros árticos y renos sobre la nieve, y una variada gama de aves volando. El paisaje geográfico, como de otro planeta, cambia drásticamente cada pocos kilómetros. En Islandia se puede pensar en poco tiempo que se está viajando por el Himalaya, por la Luna o hasta en Marte. Por la noche, si el cielo está despejado, no hay otro lugar poblado en el planeta donde se pueda observar tan cláramente a simple vista la nebulosa de la Vía Láctea. El alucinante espectáculo de las auroras boreales en Hali no tiene parangón.
Pero el comandante Chocolate no pierde el tiempo ni el sueño con las auroras. Le gusta dedicarse a “cosas que importan”, a la política de los problemas que amenazan a los seres humanos, pero sin hacer política. 
“Me pagan, y me pagan muy bien, por documentar el drama del efecto del cambio climático en los glaciares. La belleza de los glaciares es algo increíble, pero esa belleza se está esfumando”, expresa Kienitz.
“La reducción de la cantidad de hielo se nota incluso en poco tiempo. Algunas lenguas de glaciales retroceden entre 200 y 300 metros cada año”, añade.
En 1975, una de las lenguas del Vatnajökull se adentraba en el mar 200 metros. Ahora ha retrocedido más de 3 kilómetros tierra adentro.
Y conforme los glaciares se derriten, la tierra de Islandia se levanta, emerge. Según un estudio de la Universidad de Arizona, la corteza terrestre islandesa en algunas zonas del centro y el sur de la isla se están elevando unos 35 milímetros al año, lo que aunque parezca poco, es una barbaridad en términos geológicos. La investigación confirma que esta elevación acelerada de la corteza terrestre de Islandia se debe al rápido deshielo de los glaciales del país coincidiendo con el calentamiento global. El deshielo está liberando de peso a la tierra, que sube en consecuencia. La investigación, que confirmó que “las rocas se mueven”, se realizó utilizando una serie de receptores de posicionamiento global (GPS).
Los geólogos vaticinan, entre otras consecuencias negativas, que este movimiento de la corteza terrestre multiplicará la actividad volcánica en la isla.
“No tengo esperanza, yo lo estoy documentando antes de que se derritan del todo”, lamenta el comandante Chocolate, quien agrega: “antes estaba todo el día metido en guerras, ahora me gusta estar en soledad y en silencio”. ie

sábado, 20 de febrero de 2016

5. Elfos (por Iñaki Estívaliz)
Mi jefa en Hali, remoto lugar que hasta hace pocos años estuvo completamente aislado del resto del mundo, se troncha de la risa cada vez que extravía cualquier cosa y siempre dice que es cosa de elfos. La ingenua islandesa no se ha dado cuenta de que desde que explotó el turismo en la región, ahora sería más realista acusar a los golfos que a los elfos. 
Hay encuestas que dicen que la mitad de los islandeses cree abiertamente en los elfos y que la otra mitad elude contestar con rotundidad para no parecer irracionales si dicen que sí, o molestar a “los que se ocultan” y convertirse en víctimas de sus jugarretas sin dicen que no. Pero los resultados de las encuestas varían.
La agencia estatal de caminos de Islandia cuenta con expertos en elfos que se aseguran de que el trazado de puentes y carreteras no irrumpa en terrenos élficos. Si alguien manifiesta que por donde pasará una vía hay presencia élfica, se llama a un mediador que se comunica con los elfos y trata de convencerlos para que se muden. Si los elfos deciden no mudarse, el trazado de la carretera debe rodear el terreno élfico o el puente se desplaza a otro lugar. Por eso, se dice, en Islandia hay carreteras sinuosas en planicies donde se podrían haber trazado rectas.
Dicen que los elfos viven entre rocas, en riscos y en cavidades apenas perceptibles para los humanos.
Recientemente, el estado se gastó un dineral en mover un roca de varias toneladas que se encontraba en el trazado de una carretera en construcción porque los elfos aceptaron mudarse, pero con casa y todo. Las autoridades accedieron a la exigencia de los elfos, que les transmitía una mediadora, después de que durante meses la maquinaria utilizada en la construcción sufriera constantes e inexplicables averías.
Mi amiga Selma cree en los elfos.
¿Pero los has visto?
“No”, me dice, “pero se sienten, sabes que están ahí. Es muy bonito creer en los elfos, oír las historias de la gente mayor. Cuando era pequeña en mi granja había una charca donde vivían elfos y los peces de esa charca no los podías pescar porque eran de ellos, de los elfos, y si los pescabas te pasaba algo malo. También había elfos en un acantilado. Si te acercabas al acantilado los molestabas y entonces ellos te hacían cosas malas a ti”.
Bueno, le planteo, esas historias parecen más advertencias de los mayores para evitar posibles peligros, ¿no crees? 
“No, no, no. En la charca nos podíamos bañar y jugar con los peces, pero no les podíamos hacer daño. Cerca de la granja había otros acantilados donde jugábamos, pero donde estaban los elfos no nos podíamos acercar”.
Interviene decidida Lovisa: “en mi pueblo había una colina de elfos y siempre me dijeron que no me acercara a ella y nunca me acerqué. En mi casa antes había un elfo que se llamaba Gandalf, ahora tenemos un gato”.
Lovisa y Selma intercambian miradas de complicidad, como queriendo contarme pero temiendo que a partir de esta conversación las tome por locas, pero orgullosas de sus tradiciones y muy divertidas.
“En Islandia no solo tenemos elfos”, continúa Selma, ”también tenemos trolls, demonios y fantasmas. Pero déjame que te cuente algo. En el pueblo de mi madre hay un bosque donde viven elfos que, si les caes bien, te regalan, te dejan en tu camino, pepitas de oro. Si les caes mal te pasa algo malo. Yo he visto esas pepitas de oro. En serio”.
En Reikiavik hay una escuela de elfos. Estuve a punto de inscribirme solo por curiosidad. El curso cuesta unos 80 euros, pasas una tarde oyendo historias de elfos y te dan un certificado. En la escuela insisten mucho en que por el costo del curso te dan café y galletitas caseras. Me hubiera gustado tomar el curso sobretodo por probar el efecto de las galletitas, pero ya se me hace tarde.
A la primera persona a la que pregunté en Islandia si creía en los elfos (elves, en inglés) le gustaba más el rock and roll que las hadas. Era un tipo con mucha gracia y largas patillas que me dijo que él solo creía en Elvis (Presley, supongo). Pero a lo mejor me estaba tomando el pelo por mi deficiente pronunciación.
El profesor de la facultad de Económicas de la Universidad de Islandia Thorolfur Mattiasson me aseguró que “la cosa de los elfos es solo una broma”.
“Respetamos que nuestros antepasados hicieran creencias de duendes y fantasmas y esas cosas. Utilizaban estas creencias de diversas maneras, positivas, como para evitar el paso por peligrosos desfiladeros durante el invierno, como negativas, cuando las usaban en las luchas de poder entre la gente. Pero ahora ese tipo de cosas es más material de museo”, defendió Mattiasson, al que debería identificar más que por su apellido, como Thorolfur, pues en Islandia la gente se tutea y se llama por el nombre de pila, aunque te dirijas al presidente del país. Algo así como pasaba con el Uruguay de José Múgica, presidente al que los uruguayos le decían Pepe.
Otro economista al que entrevisté para un reportaje sobre la crisis económica de 2008, Ragnar Arnason, me dijo que “solo unos pocos, si algunos islandeses, creen realmente en los elfos, a pesar de que nos pueda gustar simular que creemos en esas cosas”.
Le había preguntado a Ragnar si tendría algo que ver que los islandeses crean en los elfos con el hecho de que se creyeran capaces de enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, los grandes bancos internacionales, las agencias acreditadoras y haber sido capaces de derrocar al gobierno y meter presos a unos cuantos banqueros.
“No, eso no puede ser una causa. Lo que pasó fue que los islandeses son, creo, seguros de sí mismos y no tienen miedo de hacer frente a los intereses extranjeros”, me contó el profesor Ragnar.
Yo quería titular mi reportaje sobre la crisis en Islandia algo así como “En el país de los elfos los banqueros van a la cárcel”, y por eso le pregunté por estos personajes de la mitología germánica a una docena de catedráticos de Economía, Ciencias Políticas y Sociología.
El profesor Jón Ormur Halldórsson, dejémoslo en Jón, también me resultó un aguafiestas.
“Islandia ciertamente tiene sus características diferenciadas, pero no creo que un inusual nivel de superstición sea una de ellas. Ha habido encuestas que ciertamente señalan que mucha gente responde que cree en los elfos, pero lo hace de la boca para afuera. Yo personalmente nunca he oído a nadie que declare que cree en los elfos. Esto es más una broma nacional que una realidad”, insiste el profesor Jón.
La profesora Alyson Bailes me explicó que “la creencia en los elfos es una cuestión de cultura y superstición que es más fuerte en las áreas rurales. Pero los errores cometidos durante le burbuja financiera islandesa fueron realizados por jóvenes educados en el extranjero con una visión muy moderna del mundo”.
“El problema estaba en su ignorancia, el poco conocimiento es algo peligroso, en la falta de realismo, y en una arrogancia que les hizo creer que podían escapar de las reglas y consecuencias que se aplican a todos los demás. El problema de Islandia fue su incapacidad para mirar hacia el futuro, la planificación, y en no hacer cálculos cuidadosos de riesgo. El dicho islandés 'það reddast', que significa que se resolverá de alguna manera, expresa esta actitud, incluida la implícita falta de voluntad para asumir la responsabilidad de las propias acciones”, afirmó Bailes, a la que no llamo por su nombre de pila porque es de origen británico y porque me da miedo.
He leído en algún sitio traspapelado que la razón que explica que en Islandia se hable mucho de los elfos es por su aislamiento. Durante siglos fue un territorio remoto y olvidado de Dinamarca y Noruega, muy pobre, prácticamente despoblado y azotado por un clima inclemente. Las historias de elfos y fantasmas mantenían unidas a las familias en las interminables y frías noches de invierno. Hasta hace pocos años apenas llegaban viajeros extranjeros a Islandia que, por otra parte y quizás por el mismo motivo, es el país donde más lee la gente, y uno de cada diez islandeses escribe al menos un libro en su vida. 
He vivido tres meses en Hali, donde se encuentra el museo sobre Thórbergur Thórdarson (1889-1974), que nació aquí y que fue un prolífico escritor apenas conocido fuera de los países nórdicos y Alemania y que no ha sido traducido al español. Bebedor, viajero y excéntrico, fue uno de los máximos conocedores y promotores del esperanto en el mundo, recuperó tradiciones orales de las sagas nórdicas y creía en la existencia de entes sobrenaturales. Conoció la miseria por escribir contra los nazis cuando Hitler comenzó a hacerse famosillo, por lo que lo multaron en Islandia por faltar al respeto a un líder político de otro país. La iglesia se le echó encima por publicar una novela basada en sus cartas a una amada y por eso perdió su trabajo de profesor. Hacía yoga sobre la nieve a principios del siglo XX. En su libro biográfico “Las piedras hablan” defendía: “Mi única riqueza es la filosofía. Mi único orgullo es la sabiduría”. Thórbergur decía cosas como que “el tono subyacente de la existencia es el humor inofensivo”; y que “una vez que la gente haya tenido un enorme exceso de progreso, se aburrirán y van a empezar a hablar con el viento y las flores y las piedras de nuevo y escuchar el canto de las estrellas”.
4. Sol
El sol es la droga más dura en Hali. Hoy me he pasado la mañana tarareando el Halifornia Dream la la la y recibía a los huéspedes cantando Wellcome to the hotel Halifornia tirirí. La última vez que estuve en el pueblo lucía un sol espléndido. Tenía tal subidón de endorfinas que me distraje y casi atropello a una islandesita. Pero la muchacha parecía tan contenta como yo y no perdió la sonrisa a pesar del susto. Me saludó con la mano alegremente como diciendo no te preocupes, amigo, esto es Niceland y hoy brilla el sol para ti y para mí.
3. Auroras
Al salir esta noche del trabajo en Hali y estremecerme de nuevo con el espectáculo de las auroras, me ha dado por pensar que si Luis Palés Matos hubiera estado en Islandia podría haber escrito algo así como:
Los vikingos bailan, bailan, bailan,
ante las auroras prendidas.
Odín y Thor, Odín y Thor,
ante las auroras prendidas.
Bajo la montaña, junto al oleaje,
bailan los vikingos sudorosos,
estrellas fugaces pasan,
Odín y Thor, Odín y Thor,
verde, violeta, naranja,
las auroras danzan.
Las auroras se mueven y hechizan,
juegan con la luna de plata,
envuelven la luna de la noche,
se beben su jugo de cielo,
truenan los martillos en celo.
Son velos de walquirias, anzuelos,
y los vikingos son peces pequeños.
Odín y Thor, Odín y Thor,
ante la aurora encendida.

lunes, 15 de febrero de 2016

2. Borges era un argentino (por Iñaki Estívaliz)
El escritor Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) estuvo fascinado por Islandia desde pequeño, en Islandia experimentó el mayor romance de su vida y se llevó Islandia hasta su tumba. 
El autor de “Historia universal de la infamia” (1935), “Ficciones” (1944) y “El Aleph” (1949) dedicó varios poemas al país nórdico, al que consideraba “la región” del mundo “más remota y más íntima”.
“Islandia, te he soñado largamente. Desde que aquella mañana en que mi padre le dio al niño que he sido y que no ha muerto una versión de la Völsunga saga que ahora está descifrando mi penumbra con la ayuda del diccionario”, reconoció el creador de “El informe Brodie” (1970), Premio Miguel de Cervantes de 1979 y que quedaría ciego a sus 55 años.
En una entrevista que concedió Borges al periodista Harold Alvarado Tenorio, al que el autor de “La Biblioteca de Babel” (1941) conoció en Reikiavik en 1971, el literato aseguró: “Islandia ha sido una de mis curiosidades desde mi juventud, desde cuando leí las traducciones de las sagas que hizo William Morris”.
Borges exalta ante el periodista la literatura islandesa, le dice que aprendió a narrar con las sagas, “donde ya está la novela moderna y de una manera más eficaz”, y muestra su entusiasmo por el hecho de que los islandeses “hablan como hace siete siglos, pueden leer a sus clásicos sin tener que recurrir a diccionarios o explicaciones, y desprecian a los noruegos y los suecos porque consideran que sus lenguas se han deformado”.
“El islandés tiene una belleza particular por su sonoridad y porque todavía se puede formar palabras compuestas sin que resulten artificiales o pedantes”, sostiene Borges en la entrevista a Alvarado Tenorio, con el que presume que estudia islandés “los sábados y los domingos con un grupo selecto de personas” y aplaude que Islandia sea “un gran país de clase media” donde “no hay ricos ni pobres”.
En el ensayo “Historia de la Eternidad” (1936), Borges incluye un artículo sobre las kenningar, que eran “figuras retóricas” de la literatura nórdica de los siglos IX al XII con las que se nombraban las cosas por algo que lo caracterizaba o haciendo asociaciones por contigüidad.
El escritor bonaerense estaba maravillado por “la belleza de las imágenes y profundidad de significados de algunas” de aquellas kenningar que son como “flores retóricas” que “avivan la imaginación”.
El barco vikingo se llamaba “caballo que corre por los arrecifes”; la batalla era “la tempestad de las espadas” o “la fiesta de los vikingos”; la espada se nombraba “el remo de la sangre“ o el “hielo de la pelea”; el pecho era “la casa del aliento”; y la plata “el rocío de la balanza”.
Borges encuentra en Islandia pasión y valor en una proporción que no había conocido en toda su vida. El 14 de abril de 1971 escribe a su madre, Leonor Acevedo, una postal en la que se puede leer (es fácil encontrarla en internet) que le dice que “Reikiavik es menos monumental que la Municipalidad de Lomas e infinitamente más linda, por extraño que parezca”.
En Islandia, Borges se sintió como un adolescente enamorado y se declaró a María Kodama, a la que dedicó, en “El libro de la arena” (1975), el cuento “Ulrica”, que narra la relación entre un hombre mayor y una mujer joven.
Cuenta Edwin Willianson en la biografía “Borges. Una vida” (2007), que el escritor y Kodama visitaron de nuevo Islandia en 1976 y que buscaron a un pastor pagano al que pidieron que los casara en secreto por el antiguo rito de Odín.
También es fácil encontrar en internet una foto de Borges con el barbudo pastor pagano.
En la tumba de Borges en el cementerio de Plainpalais, en Ginebra, Kodama hizo grabar una inscripción sobre un ataque vikingo.
Pero yo no podía escribir un artículo con citas robadas y datos encontrados en internet o recordados de biografías leídas hace años solo por el hecho de estar en Islandia.
Interesado en la relación de Borges con Islandia, durante semanas en suelo islandés busqué algún dato original, alguna nueva referencia, una fuente directa que me dijera algo diferente para poder escribir un artículo propio vendible.
Pero no encontré a nadie que me dijera lo más mínimo de Borges, ni una calle con su nombre o una tarja en una plaza o cualquier cosa que me justificara, hasta que un día me pareció encontrar la manera.
En las biografías de Borges se señala que en 1979 recibió la Cruz de la Orden Islandesa del Halcón en Grado de Comendador con Estrella. Busqué quién otorgaba esa distinción con la intención de que alguien me dijera algo, pues a eso nos dedicamos los periodistas. 
Investigando sobre la Orden del Halcón, que concede la Presidencia de Islandia, encontré que Borges no aparecía en las listas de personalidades que habían recibido esa cruz. Cada vez que daba con una nueva lista de condecorados con la Orden Islandesa del Halcón y Borges no aparecía entre los insignes islandeses y miembros de la realeza europea, mi corazón latía con más fuerza. Había encontrado el Santo Grial para que me pagaran un reportaje, cosa rara en estos tiempos, una exclusiva internacional: nada menos que el escritor Jorge Luis Borges, que había recibido altas distinciones en todo el mundo pero al que se le había negado el Premio Nobel de Literatura, según las malas lenguas, por haber aceptado un reconocimiento del dictador Augusto Pinochet, tampoco había sido reconocido por el pueblo de Islandia que tanto amaba a pesar de lo que decían todas sus biografías.
Yo ya fantaseaba con qué le iba a comprar a mis hijos con el dinero de mi reportaje desmontando a Borges. 
Además, Borges me debía una. Hace unos años, un catedrático de la Universidad de Mayagüez me amenazó de muerte en el legendario bar El Farolito, del viejo San Juan, porque yo le dije que Borges escribía ejercicios intelectuales sin alma, que no había sido capaz en toda su vida de escribir una sola novela y que se equivocaba al desdeñar a Lorca. El profesor, ofendidísimo, me invitó a salir a la calle. No soy nada pendenciero y me acobardé. Me aferré a la barra bebiendo cervezas y ron El Barrilito con profundo temor mientras el catedrático me miraba con ojos de odio desde la calle esperándome para el duelo a muerte.
Ahora, en Islandia, me iba a resarcir de aquel mal rato con Borges y el profesor de Mayagüez.
Escribí un correo electrónico a la Oficina del Presidente de Islandia solicitando que me confirmaran si Jorge Luis Borges había recibido la Cruz de la Orden Islandesa del Halcón en grado de Comendador con Estrella.
Recibí la contestación en menos de quince minutos.
Antes de abrir el mensaje deseé que si finalmente mi exclusiva había sido una vana ilusión y Borges sí había recibido el reconocimiento, que por lo menos me enviaran el laudo o un parrafito sobre la razón, los motivos, por los que se le había concedido, joder, algún dato para justificar mi texto.
En el mensaje de la Oficina del Presidente de Islandia me confirmaban que, efectivamente, Jorge Luis Borges había recibido la Cruz de la Orden Islandesa del Halcón en grado de Comendador con Estrella y que, precisaban, según sus registros, el condecorado era “un argentino”.

domingo, 14 de febrero de 2016

1. Nieve (por Iñaki Estívaliz)
En antropología nos enseñaron que los esquimales tienen unas cien palabras para la nieve. Buscando confirmar el dato para estas notas islandesas me he llevado un chasco tremendo, pues parece que no es más que una exageración de sociólogos y periodistas convertida en mito. 
Por lo visto, un tal Franz Boas, antropólogo estadounidense de origen judío alemán que rechazaba el evolucionismo, escribió en 1911 que los esquimales tienen cuatro palabras para la nieve: “aput”, o nieve en el suelo; “qana”, o nieve cayendo; “piqsirpoq”, o nieve a la deriva; y “qimuqsuq”, que es un mogollón de nieve.
El controvertido y superado lingüista de la Universidad de Yale Benjamin Whorf defendía en 1940 que según la gramática que se utilice, así se piensa, y que por eso los esquimales tendrían un innumerable número de palabras para algo de lo que están constantemente rodeados y que influye en sus vidas consistentemente.
Incautos antropólogos y periodistas de a lo grande habrían exagerado estas afirmaciones hasta el punto de que pronto el dato de que los esquimales tienen un centenar de palabras para la nieve se coló hasta en algunos libros serios.
Lo cierto es que el esquimal es una lengua aleutiana aglutinante, o polisintética, que a partir de una misma raíz puede formar varias palabras con diferentes morfemas gramaticales con sentido de oraciones. De esta manera, los esquimales forman palabras con significados de oración, como las mencionadas anteriormente, o para decir, por ejemplo, blanco como la nieve derritiéndose al sol o blanco como la nieve cuando está congelada.
El día que llegué a Islandia, donde nieve se escribe “snjór”, creía que tendría la oportunidad de preguntarle directamente a algún inuit, preferiblemente a la cantante Björk, que aquella noche, casualmente, daba una fiesta en un club de moda de Reikiavik. Pero resulta que los inut están más al norte, que Björk no es esquimal como yo creía, y tampoco me invitó a la fiesta.
Ahora que han pasado más de dos meses desde que aterricé en Islandia he visto ya mucha nieve, y me vendrían bien algunos sinónimos o un poco de polisintetismo en español para hablar de ella, de la nieve, digo.
Aquí a menudo la nieve lo cubre todo y el blanco todo lo envuelve. Pero la nieve no es monótona, aunque todo parezca un manto uniforme de nieve. La nieve puede sonar diferente cuando se camina sobre ella. El sonido de los pasos sobre la nieve varía si todavía está nevando, de si acaba de nevar o de si nevó hace tiempo; de si nevó mucho o poco rato; de si es muy gruesa o delgada la capa de nieve; de si después de nevar llovió o sopló el viento o la temperatura bajó o subió después. 
Al caminar sobre la nieve, dependiendo de esos factores, la nieve cruje, crepita, chasquea, chirría, chispea, resbala o chisporrotea. Cuando nieva durante una tormenta con fuertes vientos, la nieve suena como perdigonazos en la ropa.
Cuando el sol vence a las nubes, la nieve brilla y parece azúcar refinada. Desde el interior del cálido hogar por la ventana, la nieve parece algodón. Pero uno no se puede fiar de la nieve porque la nieve de verdad, a la intemperie, es inclemente como la cocaína.
Y no siempre es blanca la nieve. Cuando se remueve y se forman huecos por donde entra la luz, la nieve se ve turquesa. También son de color turquesa las lenguas de los glaciales entre las blancas montañas nevadas y las ventanas de cielo que se abren tímidas entre nubes grises turbulentas.
Cuando pasa el tractor quitanieves por los caminos de gravilla volcánica, en los márgenes quedan toneladas de helado de vainilla con esquirlas de chocolate. Algunos atardeceres en Islandia, las cumbres nevadas de las montañas más altas se tiñen de rosa y parecen mantecado de guayaba.