5. Elfos (por Iñaki Estívaliz)
Mi jefa en Hali, remoto lugar que hasta hace pocos años estuvo completamente aislado del resto del mundo, se troncha de la risa cada vez que extravía cualquier cosa y siempre dice que es cosa de elfos. La ingenua islandesa no se ha dado cuenta de que desde que explotó el turismo en la región, ahora sería más realista acusar a los golfos que a los elfos.
Hay encuestas que dicen que la mitad de los islandeses cree abiertamente en los elfos y que la otra mitad elude contestar con rotundidad para no parecer irracionales si dicen que sí, o molestar a “los que se ocultan” y convertirse en víctimas de sus jugarretas sin dicen que no. Pero los resultados de las encuestas varían.
La agencia estatal de caminos de Islandia cuenta con expertos en elfos que se aseguran de que el trazado de puentes y carreteras no irrumpa en terrenos élficos. Si alguien manifiesta que por donde pasará una vía hay presencia élfica, se llama a un mediador que se comunica con los elfos y trata de convencerlos para que se muden. Si los elfos deciden no mudarse, el trazado de la carretera debe rodear el terreno élfico o el puente se desplaza a otro lugar. Por eso, se dice, en Islandia hay carreteras sinuosas en planicies donde se podrían haber trazado rectas.
Dicen que los elfos viven entre rocas, en riscos y en cavidades apenas perceptibles para los humanos.
Recientemente, el estado se gastó un dineral en mover un roca de varias toneladas que se encontraba en el trazado de una carretera en construcción porque los elfos aceptaron mudarse, pero con casa y todo. Las autoridades accedieron a la exigencia de los elfos, que les transmitía una mediadora, después de que durante meses la maquinaria utilizada en la construcción sufriera constantes e inexplicables averías.
Mi amiga Selma cree en los elfos.
¿Pero los has visto?
“No”, me dice, “pero se sienten, sabes que están ahí. Es muy bonito creer en los elfos, oír las historias de la gente mayor. Cuando era pequeña en mi granja había una charca donde vivían elfos y los peces de esa charca no los podías pescar porque eran de ellos, de los elfos, y si los pescabas te pasaba algo malo. También había elfos en un acantilado. Si te acercabas al acantilado los molestabas y entonces ellos te hacían cosas malas a ti”.
Bueno, le planteo, esas historias parecen más advertencias de los mayores para evitar posibles peligros, ¿no crees?
“No, no, no. En la charca nos podíamos bañar y jugar con los peces, pero no les podíamos hacer daño. Cerca de la granja había otros acantilados donde jugábamos, pero donde estaban los elfos no nos podíamos acercar”.
Interviene decidida Lovisa: “en mi pueblo había una colina de elfos y siempre me dijeron que no me acercara a ella y nunca me acerqué. En mi casa antes había un elfo que se llamaba Gandalf, ahora tenemos un gato”.
Lovisa y Selma intercambian miradas de complicidad, como queriendo contarme pero temiendo que a partir de esta conversación las tome por locas, pero orgullosas de sus tradiciones y muy divertidas.
“En Islandia no solo tenemos elfos”, continúa Selma, ”también tenemos trolls, demonios y fantasmas. Pero déjame que te cuente algo. En el pueblo de mi madre hay un bosque donde viven elfos que, si les caes bien, te regalan, te dejan en tu camino, pepitas de oro. Si les caes mal te pasa algo malo. Yo he visto esas pepitas de oro. En serio”.
En Reikiavik hay una escuela de elfos. Estuve a punto de inscribirme solo por curiosidad. El curso cuesta unos 80 euros, pasas una tarde oyendo historias de elfos y te dan un certificado. En la escuela insisten mucho en que por el costo del curso te dan café y galletitas caseras. Me hubiera gustado tomar el curso sobretodo por probar el efecto de las galletitas, pero ya se me hace tarde.
A la primera persona a la que pregunté en Islandia si creía en los elfos (elves, en inglés) le gustaba más el rock and roll que las hadas. Era un tipo con mucha gracia y largas patillas que me dijo que él solo creía en Elvis (Presley, supongo). Pero a lo mejor me estaba tomando el pelo por mi deficiente pronunciación.
El profesor de la facultad de Económicas de la Universidad de Islandia Thorolfur Mattiasson me aseguró que “la cosa de los elfos es solo una broma”.
“Respetamos que nuestros antepasados hicieran creencias de duendes y fantasmas y esas cosas. Utilizaban estas creencias de diversas maneras, positivas, como para evitar el paso por peligrosos desfiladeros durante el invierno, como negativas, cuando las usaban en las luchas de poder entre la gente. Pero ahora ese tipo de cosas es más material de museo”, defendió Mattiasson, al que debería identificar más que por su apellido, como Thorolfur, pues en Islandia la gente se tutea y se llama por el nombre de pila, aunque te dirijas al presidente del país. Algo así como pasaba con el Uruguay de José Múgica, presidente al que los uruguayos le decían Pepe.
Otro economista al que entrevisté para un reportaje sobre la crisis económica de 2008, Ragnar Arnason, me dijo que “solo unos pocos, si algunos islandeses, creen realmente en los elfos, a pesar de que nos pueda gustar simular que creemos en esas cosas”.
Le había preguntado a Ragnar si tendría algo que ver que los islandeses crean en los elfos con el hecho de que se creyeran capaces de enfrentarse al Fondo Monetario Internacional, los grandes bancos internacionales, las agencias acreditadoras y haber sido capaces de derrocar al gobierno y meter presos a unos cuantos banqueros.
“No, eso no puede ser una causa. Lo que pasó fue que los islandeses son, creo, seguros de sí mismos y no tienen miedo de hacer frente a los intereses extranjeros”, me contó el profesor Ragnar.
Yo quería titular mi reportaje sobre la crisis en Islandia algo así como “En el país de los elfos los banqueros van a la cárcel”, y por eso le pregunté por estos personajes de la mitología germánica a una docena de catedráticos de Economía, Ciencias Políticas y Sociología.
El profesor Jón Ormur Halldórsson, dejémoslo en Jón, también me resultó un aguafiestas.
“Islandia ciertamente tiene sus características diferenciadas, pero no creo que un inusual nivel de superstición sea una de ellas. Ha habido encuestas que ciertamente señalan que mucha gente responde que cree en los elfos, pero lo hace de la boca para afuera. Yo personalmente nunca he oído a nadie que declare que cree en los elfos. Esto es más una broma nacional que una realidad”, insiste el profesor Jón.
La profesora Alyson Bailes me explicó que “la creencia en los elfos es una cuestión de cultura y superstición que es más fuerte en las áreas rurales. Pero los errores cometidos durante le burbuja financiera islandesa fueron realizados por jóvenes educados en el extranjero con una visión muy moderna del mundo”.
“El problema estaba en su ignorancia, el poco conocimiento es algo peligroso, en la falta de realismo, y en una arrogancia que les hizo creer que podían escapar de las reglas y consecuencias que se aplican a todos los demás. El problema de Islandia fue su incapacidad para mirar hacia el futuro, la planificación, y en no hacer cálculos cuidadosos de riesgo. El dicho islandés 'það reddast', que significa que se resolverá de alguna manera, expresa esta actitud, incluida la implícita falta de voluntad para asumir la responsabilidad de las propias acciones”, afirmó Bailes, a la que no llamo por su nombre de pila porque es de origen británico y porque me da miedo.
He leído en algún sitio traspapelado que la razón que explica que en Islandia se hable mucho de los elfos es por su aislamiento. Durante siglos fue un territorio remoto y olvidado de Dinamarca y Noruega, muy pobre, prácticamente despoblado y azotado por un clima inclemente. Las historias de elfos y fantasmas mantenían unidas a las familias en las interminables y frías noches de invierno. Hasta hace pocos años apenas llegaban viajeros extranjeros a Islandia que, por otra parte y quizás por el mismo motivo, es el país donde más lee la gente, y uno de cada diez islandeses escribe al menos un libro en su vida.
He vivido tres meses en Hali, donde se encuentra el museo sobre Thórbergur Thórdarson (1889-1974), que nació aquí y que fue un prolífico escritor apenas conocido fuera de los países nórdicos y Alemania y que no ha sido traducido al español. Bebedor, viajero y excéntrico, fue uno de los máximos conocedores y promotores del esperanto en el mundo, recuperó tradiciones orales de las sagas nórdicas y creía en la existencia de entes sobrenaturales. Conoció la miseria por escribir contra los nazis cuando Hitler comenzó a hacerse famosillo, por lo que lo multaron en Islandia por faltar al respeto a un líder político de otro país. La iglesia se le echó encima por publicar una novela basada en sus cartas a una amada y por eso perdió su trabajo de profesor. Hacía yoga sobre la nieve a principios del siglo XX. En su libro biográfico “Las piedras hablan” defendía: “Mi única riqueza es la filosofía. Mi único orgullo es la sabiduría”. Thórbergur decía cosas como que “el tono subyacente de la existencia es el humor inofensivo”; y que “una vez que la gente haya tenido un enorme exceso de progreso, se aburrirán y van a empezar a hablar con el viento y las flores y las piedras de nuevo y escuchar el canto de las estrellas”.
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