domingo, 14 de febrero de 2016

1. Nieve (por Iñaki Estívaliz)
En antropología nos enseñaron que los esquimales tienen unas cien palabras para la nieve. Buscando confirmar el dato para estas notas islandesas me he llevado un chasco tremendo, pues parece que no es más que una exageración de sociólogos y periodistas convertida en mito. 
Por lo visto, un tal Franz Boas, antropólogo estadounidense de origen judío alemán que rechazaba el evolucionismo, escribió en 1911 que los esquimales tienen cuatro palabras para la nieve: “aput”, o nieve en el suelo; “qana”, o nieve cayendo; “piqsirpoq”, o nieve a la deriva; y “qimuqsuq”, que es un mogollón de nieve.
El controvertido y superado lingüista de la Universidad de Yale Benjamin Whorf defendía en 1940 que según la gramática que se utilice, así se piensa, y que por eso los esquimales tendrían un innumerable número de palabras para algo de lo que están constantemente rodeados y que influye en sus vidas consistentemente.
Incautos antropólogos y periodistas de a lo grande habrían exagerado estas afirmaciones hasta el punto de que pronto el dato de que los esquimales tienen un centenar de palabras para la nieve se coló hasta en algunos libros serios.
Lo cierto es que el esquimal es una lengua aleutiana aglutinante, o polisintética, que a partir de una misma raíz puede formar varias palabras con diferentes morfemas gramaticales con sentido de oraciones. De esta manera, los esquimales forman palabras con significados de oración, como las mencionadas anteriormente, o para decir, por ejemplo, blanco como la nieve derritiéndose al sol o blanco como la nieve cuando está congelada.
El día que llegué a Islandia, donde nieve se escribe “snjór”, creía que tendría la oportunidad de preguntarle directamente a algún inuit, preferiblemente a la cantante Björk, que aquella noche, casualmente, daba una fiesta en un club de moda de Reikiavik. Pero resulta que los inut están más al norte, que Björk no es esquimal como yo creía, y tampoco me invitó a la fiesta.
Ahora que han pasado más de dos meses desde que aterricé en Islandia he visto ya mucha nieve, y me vendrían bien algunos sinónimos o un poco de polisintetismo en español para hablar de ella, de la nieve, digo.
Aquí a menudo la nieve lo cubre todo y el blanco todo lo envuelve. Pero la nieve no es monótona, aunque todo parezca un manto uniforme de nieve. La nieve puede sonar diferente cuando se camina sobre ella. El sonido de los pasos sobre la nieve varía si todavía está nevando, de si acaba de nevar o de si nevó hace tiempo; de si nevó mucho o poco rato; de si es muy gruesa o delgada la capa de nieve; de si después de nevar llovió o sopló el viento o la temperatura bajó o subió después. 
Al caminar sobre la nieve, dependiendo de esos factores, la nieve cruje, crepita, chasquea, chirría, chispea, resbala o chisporrotea. Cuando nieva durante una tormenta con fuertes vientos, la nieve suena como perdigonazos en la ropa.
Cuando el sol vence a las nubes, la nieve brilla y parece azúcar refinada. Desde el interior del cálido hogar por la ventana, la nieve parece algodón. Pero uno no se puede fiar de la nieve porque la nieve de verdad, a la intemperie, es inclemente como la cocaína.
Y no siempre es blanca la nieve. Cuando se remueve y se forman huecos por donde entra la luz, la nieve se ve turquesa. También son de color turquesa las lenguas de los glaciales entre las blancas montañas nevadas y las ventanas de cielo que se abren tímidas entre nubes grises turbulentas.
Cuando pasa el tractor quitanieves por los caminos de gravilla volcánica, en los márgenes quedan toneladas de helado de vainilla con esquirlas de chocolate. Algunos atardeceres en Islandia, las cumbres nevadas de las montañas más altas se tiñen de rosa y parecen mantecado de guayaba.

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